lunes, 14 de marzo de 2016

Pasar y huir.

No éramos nosotros, era la atmósfera de la sala que estaba adormecida y se pegaba en la piel, subía por las paredes. Nosotros no podíamos hacer nada. Solo esperar tumbados en el colchón mugriento y tan apetecible a que llegaran los kebabs mientras dejábamos diluir el tiempo, riendo de vez en cuando, a ratos callando y dejándonos llevar en un silencio cómodo. En esos momentos, uno posee la extraña cualidad de abstraerse completamente, como de pasar a un segundo y extraño plano, contemplar los felices rostros de quienes te rodean, contemplar cómo avanza el lío en el que nos hemos visto involucrados, sin posibilidad de rechazarlo, sin tiempo para detenerse si quiera a escoger adecuadamente y, ya sin habernos dado cuenta, pasar al inmediato y siguiente instante, unos segundos más viejo, ineludible, inexorable, inapelable; y quedan pequeñas estampas difusas que te provocan un pequeño y fugaz escalofrío, quedan gestos, gestos en instantes que solo el azar quiso poner en su lugar.
 
¿Y es que nadie ha pensado en el inconveniente de haber nacido? Tampoco debemos, es una batalla perdida. Y es en un paseo, con la realidad fría del aire de cada mañana, como un sollozo húmedo chocando en tu piel, cuando, caminante, te de das cuenta en todo tu silencio de que solo has venido aquí de pasada y de que solo sabes (y puedes) seguir, sin saber adónde, pero seguir, seguir y seguir.
 
Me gusta cambiar siempre de ruta, ver piedras viejas que ya roídas yacen sus esquinas por la erosión, esquivar gente ocupada, ajetreada y con un destino fijo y seguro (¿para qué?) y ver, a veces, y por suerte, un cachito de azul del cielo entre algunas nubes blancas: la simpleza.
 
Me gusta jugar a haber podido adivinar el destino, verme en cualquier otro lugar. Pero siempre pienso que cualquier fantasía es menos perfecta que la mía y propia, la que encierran mis días cotidianos. Solo es el contemplarlos, fijarse en las minucias y sorprenderse de la belleza.
 
Pasar y huir, esa es una máxima. No esperar nada, tan solo creerlo todo, o huir de ello, o no creer en nada; definitivamente, pasar por en medio sin saber cómo.
 
Extender las velas al cielo y llenarlas de posible espacio. Y tiempo. Dejar volar la mente. Dejar que vuele todo.
 
Alguna vez caes, te acercas, sientes el rozar de la tierra, de la arena, del suelo, que ahora arde como las sábanas, la carne. Ardes como ellas, te entrelazas, te enredas. Pero sigues… ¿Seguirás? ¿O te quedas, caminante?
 
Pasar y huir, esa es la pregunta y también esa es la respuesta.