Después de uno de esos momentos
en que oso vanidosamente poner el universo entre paréntesis e intentar
acorralarlo entre las palmas de mis manos, me he sentido vencido por la
sabiduría de los años que pesan y todas las llagas que reúne mi abuela de su paso
por la vida. Mi hermano leía “El gen egoísta” y, abrumado, ha corrido a
mostrarme todo cuanto le han inspirado las pocas páginas que ha devorado. Yo,
entusiasmado, he iluminado mi mirada y ha empezado a encenderse la corriente entre
nosotros que nos ha llevado a discutir muy efusivamente sobre el qué, el todo y
la nada. El ser, el no ser, el bien y el mal. Mi abuela, con su frente profunda y marcada por la sabiduría de quien ha visto más y ha recorrido más, ha
acabado refutando y poniéndonos los pies en la tierra. Su vasto argumento de
experiencia (toda una vida, toda una guerra, hambre, la vocación hospitalaria de
una enfermera y la vocación materna hacia toda persona) me ha dejado admirado.
Y finalmente, callado, no he podido más que darle la razón. Aunque esté
equivocada, solo la sabiduría de tantos años basta para acallar todas las
exhalaciones de joven que cree aspirar a la cumbre y que no son más que trazos,
brochazos gordos que desdibujan ideas tímidas y poco sólidas. La mirada fija de ojos grises de mi abuela me ha erizado los
pelos de todo el cuerpo.