Hay hechos sorprendentes que solo
atiendes a su existencia si te detienes cierto tiempo, con tranquilidad
admirable, y prestas absoluta atención a los pequeños detalles. Si llegas a tal
punto, consideras lo siguiente: No cabe posibilidad alguna de aferrarse a nada,
ni siquiera a un clavo ardiendo que se yerga como castillo inexpugnable para la
razón; en ese caso, el viento de las casualidades lo derribará como si se
estuviera tratando de un castillo de naipes. Y te das cuenta, seguidamente, de
tu desnudez.
Entré en un chino a comprar un
rollo de plástico de embalar de burbujitas de aire. Mientras me detenía junto
al estante a recoger lo que andaba buscando, entró una mujer mayor, viejecita,
pidiendo a gritos, por favor, un abrecartas. El dependiente no entendía bien
qué era aquello que le pedía la señora y en un ataque de pragmatismo chino le
señaló unas tijeras.
Existe un bar en el que, si
quieres emprender tu viaje a los baños, has de pasar necesariamente por unas
escaleras y, en un exacto punto en el que convergen (para algunos) misteriosas
fuerzas paranormales, has de agachar la cabeza para no darte un golpe. Supone
una prueba memorística indiscutible para aquellos clientes habituales y
olvidadizos. Sin embargo, en vista de amargas experiencias, se optó por colocar
una espuma amortiguadora en ese lugar justo en que la cabeza vendría a impactar
melodramáticamente.
Un hombre decidió que escupir a
la derecha era la mejor decisión que se podía tomar justo en el mismísimo
momento en que le avanzaba yo, con paso firme, por ese lado. No había tenido en
cuenta esa posibilidad. Me miró aturdido, medio disculpándose. Yo simplemente
quedé maravillado ante la mágica sucesión de casualidades.
Fuimos a desayunar mi hermano y
yo. Pedimos un croissant con mantequilla y mermelada, crujiente, tostadito.
Mientras mojábamos la puntita del croissant en el humeante café con leche, supongo
que quiso el universo conspirar para que se alinearan mágicamente los astros: a
la hora de pagar el magnífico desayuno, descubrimos que un misterioso caballero
ya había saldado esa cuenta por nosotros.
Una vez me tomé un café tan malo en
la facultad que con alegría pude decirme a mí mismo que el que hacía yo en casa era
infinitamente mejor.
Caminando, aborreciendo el cielo
gris, nublado, la lluvia fina y molesta, el semáforo que acababa de ponerse en
rojo y el pesar de mi pensamiento, al alzar la vista, unos ojos fugaces y una
sonrisa anónima al otro lado de la acera. Tampoco era tan mal día, al fin y al cabo.