Ya el acto de poner en contacto
ambas superficies, la de la piel de la planta del pie y la del alicatado mugriento
de la cocina, supone un placer tan auténtico, tan efímero y tan gratuito que es
hasta hermoso, mágico, asombroso. Así que me levanto entre sábanas sudorosas,
ambientado por el periódico, metálico y extraño ruido del chocar de las
persianas con el cristal, aún con la bruma del adormecido en la cara y, en ese
momento, piso. Piso el suelo fuerte, piso el frío suelo y prosigo en el pisar,
una y otra vez piso, repito el gesto, el danzante movimiento de pisar, pisar y
pisar. E invadido de una ancestral alegría abro lo ojos maravillado tan solo
por el pisar; pisar y palpar con el pie resbaladizo el tacto de la
autenticidad; palpar y pisar con la desnudez explícita de un pie amotinado e
imparable, que no cede en su empeño de seguir pisando; pisar y contemplar cómo
va tornándose paulatinamente negruzca la parte de debajo del pie y ,entonces,
recordar pisadas de la infancia, recordar pisadas de todas las clases: blandas,
duras, suaves y rugosas, dolorosas y puntiagudas, incluso sangrantes, pisadas
que se deslizan, pisadas omnipotentes… Pisar y pisar hasta estar frente a
frente con el frigorífico y beber el brick de leche frío y de forma triunfante
para volver pisando fuerte y derechito al comedor, hasta el sofá, hasta
encontrarse uno con la pausa del ambiente del salón a una hora prudente de la
mañana.
Para mí el tiempo no pasa
mientras bravuconamente piso, no pasa para mí, habiendo terminado exámenes,
teniendo la mente tan dispersa ya que puede hasta deleitarse en ese anodino
hecho. Pero en el salón aún hay quien sigue de exámenes, quien no puede
compartir estos momentos de estúpida felicidad. Así que ahora piso
prudentemente de puntillas hasta el sofá y me acomodo, me estiro y gozo del
tacto blando de los cojines. Pero en silencio, que aún hay quien estudia.