Estás en un rincón de la cama,
deshecha, hundida, ahogada en lágrimas delante de mí y no puedo hacer nada,
solo esperar, solo consumirme en el suelo mientras lo golpeo sin cesar y me
retuerzo de dolor y lleno de gritos el vecindario que escucha la patética
escena. Solo me queda soportar la impotencia de estar cerca de lo que más
quiero y a la vez tan y tan lejos. Me convierto en una criatura indefensa que
se resigna a su trágico destino y se rinde sin poder hacer nada, sin tan
siquiera abrazar a quien sabes que más lo necesita, a quien sabes que tan solo
busca el calor de un abrazo cálido como la más pura y blanca luz.
Y luego resucito. Mi luz vuelve a
iluminarme y se me acerca y me limpia las mejillas, me aprieta fuertemente
contra su pecho en un tierno abrazo y con una voz suave me dice que no llore. Ahora
me miras a los ojos y esbozas la más mágica, sincera e inocente de todas las
sonrisas. No puedo más que callar y contemplarte, llenar mis ojos ahora de
alegría, recorrer con la vista tus mejillas sonrojadas. Esa mirada vence al
tiempo, lo significa todo, en su silencio todo lo dice, una mirada que
únicamente es amor y que prende una llama que se encuentra en lo más hondo, que
me dice “te quiero” de la forma más sencilla y hermosa. Y de pronto nos reímos
por cualquier cosa tonta, nos sonamos los mocos como niños el uno al otro, con
el mismo pañuelo, y nos abrazamos. Nos hacemos más fuertes con cada bache.
Gracias.