Me puse mi camisa hippie de color
rojizo apagado; me até mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas
y sucias. Anduve por la calle debajo de la noche sin detenerme a contar las
estrellas, cosa que suelo hacer. Llegué a la barra, donde estaban mis amigos, y
pedí una Heineken. Me mojé ligeramente los labios y conversé fugazmente con
Billie Blues. Hablé con una chica y di consejos de vida pese a mi falta
abundante de experiencia. Vino mi hermano a hacerme notar mi expresión de
“hacerte el interesante” en mi cara. Qué menos, iba con una camisa hippie diciéndole al
mundo lo poco que me importaba que les gustara. Fui a preguntar por un taburete
libre y me respondieron “con esa camisa no”. Me dijeron, más tarde, que eran
guardias civiles de paisano y me hizo gracia. Me acaricié la mejilla y noté mi
barba: había crecido. Me llené de melancolía. Veía pasar el tiempo apoyado en
la barra.
Paseé por las calles como un
fantasma. Como un alma errante miré a la gente que había acudido esos días y
que se iría al cabo de unos pocos. Escuchaba el murmullo ajeno de los bares
concurridos. Observaba la agitación efímera de las voces que llenaban el
espacio. Pero las voces formaban parte del silencio, de un fondo de murmullo en
mi pensamiento. Como un alma errante caminaba por la calle de las sombras. Y
miraba, y observaba, y atendía a los
minúsculos detalles y desatendía a los más inmensos. Como un alma errante me
pasé mi mano por la barbilla y noté que me habían crecido unos pelos.
Me senté en una piedra de la
montaña y atisbé a lo alto el monte. Sesgué el horizonte con la mirada y noté
el aire fresco que acariciaba. Siempre he pensado, en mis soledades, que algún
día construiría una cabaña en la montaña para aislarme de la incertidumbre de
la gente. Sería como un refugio para ordenar la mente, para desconectar, para
dejar de buscar soluciones a lo sentenciado. No creo que fuese un lugar para
buscar respuestas, sería un lugar para no encontrarlas y conformarse con un
nada. Un ermitaño entre la naturaleza acariciándose su espesa barba.
Volví a mojarme los labios con mi cerveza. Miré a Billie Blues, volví al lugar del que me había fugado. Me había puesto mi camisa hippie de color rojizo apagado; me había atado mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas y sucias. Había andado por la calle debajo de la noche sin haberme detenido a contar las estrellas, cosa que siempre hago. Había llegado a la barra, donde estaban mis amigos, y pedido una Heineken. Ha pasado el tiempo, hace poco éramos sólo niños y ahora ansiábamos comernos el mundo. Me acaricié la mejilla y noté los pelos de mi barba.