lunes, 21 de abril de 2014

Pausa.

Me puse mi camisa hippie de color rojizo apagado; me até mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas y sucias. Anduve por la calle debajo de la noche sin detenerme a contar las estrellas, cosa que suelo hacer. Llegué a la barra, donde estaban mis amigos, y pedí una Heineken. Me mojé ligeramente los labios y conversé fugazmente con Billie Blues. Hablé con una chica y di consejos de vida pese a mi falta abundante de experiencia. Vino mi hermano a hacerme notar mi expresión de “hacerte el interesante” en mi cara. Qué menos, iba con una camisa hippie diciéndole al mundo lo poco que me importaba que les gustara. Fui a preguntar por un taburete libre y me respondieron “con esa camisa no”. Me dijeron, más tarde, que eran guardias civiles de paisano y me hizo gracia. Me acaricié la mejilla y noté mi barba: había crecido. Me llené de melancolía. Veía pasar el tiempo apoyado en la barra.

Paseé por las calles como un fantasma. Como un alma errante miré a la gente que había acudido esos días y que se iría al cabo de unos pocos. Escuchaba el murmullo ajeno de los bares concurridos. Observaba la agitación efímera de las voces que llenaban el espacio. Pero las voces formaban parte del silencio, de un fondo de murmullo en mi pensamiento. Como un alma errante caminaba por la calle de las sombras. Y miraba, y observaba,  y atendía a los minúsculos detalles y desatendía a los más inmensos. Como un alma errante me pasé mi mano por la barbilla y noté que me habían crecido unos pelos.

Me senté en una piedra de la montaña y atisbé a lo alto el monte. Sesgué el horizonte con la mirada y noté el aire fresco que acariciaba. Siempre he pensado, en mis soledades, que algún día construiría una cabaña en la montaña para aislarme de la incertidumbre de la gente. Sería como un refugio para ordenar la mente, para desconectar, para dejar de buscar soluciones a lo sentenciado. No creo que fuese un lugar para buscar respuestas, sería un lugar para no encontrarlas y conformarse con un nada. Un ermitaño entre la naturaleza acariciándose su espesa barba.

Volví a mojarme los labios con mi cerveza. Miré a Billie Blues, volví al lugar del que me había fugado. Me había puesto mi camisa hippie de color rojizo apagado; me había atado mis “converse” falsas de diez euros, desaliñadas, rotas y sucias. Había andado por la calle debajo de la noche sin haberme detenido a contar las estrellas, cosa que siempre hago. Había llegado a la barra, donde estaban mis amigos, y pedido una Heineken. Ha pasado el tiempo, hace poco éramos sólo niños y ahora ansiábamos comernos el mundo. Me acaricié la mejilla y noté los pelos de mi barba.

viernes, 11 de abril de 2014

Ocaso de...

...mientras el Sol huye de una luna
que lleva horas esperando ser
protagonista de este paisaje
Conspiramos contra el tiempo
para evitar que este momento termine.
Se encienden las farolas del paseo
y los pájaros empiezan a callar.
Apenas han pasado unos minutos.
Pero la música continúa,
quizá solo en nuestras cabezas
y nos sentimos pequeños.
Pequeños de lo grande que es la hermosura.
Pensamos en la inspiración.
Quizá sea una pérdida de tiempo.
Buscamos el sentido del que carece la vida.
Y no tiene final. Puede ser eterno.

viernes, 4 de abril de 2014

Freaktion.

“-Ey, hola, ¿nos conocemos?-
-No, soy Billie-
-¿Billie?-
- Billie Blues. ¿Te gusta esta música? –
- Sí, está bien para bailar –
- No me caes bien. – “

Me he puesto los mismos pantalones que el sábado pasado. Los mismos pantalones manchados de café. Me tiré el café por encima, quemaba. Había cenado en el local de la peña después de un agotador día con la charanga, tocando por todos los bares, viendo pasar cervezas por encima de mi cabeza, buscando aliento de algún sitio para seguir soplándole al instrumento y a la hora de la cena me tiré el café por encima. Me hizo gracia. Tenía a dos amigos a mi lado: Billie Blues y Sal Swing (Les he puesto pseudónimos. Mi pseudónimo es Tommy Rock). Decidimos ir a nuestro local y estar más tranquilos, escuchando la música que nos gustaba. El lado más freak de nuestras entrañas salió a la luz, se reveló, decidimos que íbamos a poner música de “8 bits” (sí, aquella de videojuegos clásicos como Zelda, Final Fantasy 7 o Castlevania) y la banda sonora épica de Skyrim. La idea nos entusiasmaba. Empezábamos a corear las canciones mientras nos mirábamos efervescentes: teníamos ganas de refugiarnos al cobijo de nuestros himnos alternativos.

Sonidos de tambores. BUM, BUM, BUM. Tambores de guerra. BUM, BUM, BUM. Voces guturales anticipándose a la epicidad próxima. ¡UH!, ¡HIA!, ¡HA! Algo mágico y ancestral renace. Suena una trompa. Asciende y un conjunto de voces masculinas entonan una atmósfera de niebla y estalla el grito de “¡Dovahkiin!”, cazador de dragones.

Mientras nos dirigíamos a ese ambiente épico-fantástico idealizado para aislarnos del mundo real, nos encontramos con uno de nuestros profesores volviendo hacia casa. Eran las doce. Charlamos unos minutos. Nos dijo que venía de tomar unas copas del Palace Club y que había ambiente. No sé qué pasó entonces pero algo nos iluminó por dentro, cambiamos enseguida los planes y decidimos ir a ver qué se cocía entre el bullicio de la gente. Pero Billie se empeñó en ir al local. Pasamos por allí primero, algo más alocados y excitados, para suministrarnos nuestra dosis de música. Pero yo tenía prisa por unirme al festejo del que había hablado el profesor.

Nos mirábamos concentrados. Pip, Pip, Pip, Pip. La canción, enérgica y sintéticamente alegre (lo que aterroriza un poco y la envuelve en misterio y la hace adictiva) nos sugería movimientos robotizados. TI, TIRITITI, TI, PA, PI, PA, PI. Ahora es cuando se suelen poner los brazos pegados al cuerpo, flexionados, y uno se mueve como un muñeco con muelle mientras los menea. PI, PO, PI, PARIROPIPOPI, PO... En ese momento me fui al baño y grité que pusieran la canción de Ghostbusters. Dosis suministrada.

If there’s something strange
in your neighbourhood
Who you gonna call?
¡GHOSTBUSTERS!

(La semana pasada habíamos estado encerrados toda una tarde con el montaje de un cortometraje casero. Entre ediciones de vídeo, cinco pantallas y dos portátiles surgió la idea de irse de fiesta con música de 8bits.)

 Llegamos al Palace. Pedimos unas cervezas. Nos instalamos en la pista. Aquello no sonaba bien. La música no sonaba bien. El atrofio del oído, generalizado y masificado en la sociedad, lleva a iluminados y autoproclamados artistas a crear pseudo-géneros musicales y alcanzar los puestos más altos de las listas. Luego eso suena en las discotecas. Música decadente, música superficial. Me acerqué a Billie y Sal, les reuní, les propuse que fuésemos a pedir una canción. “Podríamos pedir Song 2 de Blur”. Nos miramos muy emocionados y fuimos a por el plan. En un primer momento fuimos Billie y yo. Estuvimos diez minutos en la barra intentando captar la atención del camarero. Billie lo intentó de nuevo con Sal y lo consiguieron. El camarero, que ponía la música desde su ordenador, les miró aprobando y elogiando su decisión. Billie me dijo que los había mirado como diciendo “¡Oh, sí!”.

Sonó la introducción de la canción, miré a Billie y lo abracé. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Saltamos en medio de la pista. Creo que sólo saltábamos nosotros. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Movíamos la cabeza arriba y abajo. ¡WOOOOOO HOOOOOO! No pensábamos en nada más que en llegar al siguiente grito de ¡WOOOOOO HOOOOOO! Pisé a alguien por detrás pero me dio absolutamente igual ¡WOOOOOO HOOOOOO!


Treintañeros bebidos hacían gala de su simplicidad. Camareros servían bebidas entre el jaleo nocturno. La música seguía su curso y cesó la voz de Damon Albarn. Creo que más tarde sonó Loquillo pero no me la sabía. Billie fue a pedir otra canción. El camarero tenía problemas. Miró a Billie desesperado: “¡Arréglame esto que no funciona!” Billie no lo dudó, se había convertido en el héroe de la noche. Saltó detrás de la barra y con sutiles movimientos colocó los cables que faltaban en sus sitios indicados.