I. Compasión.
Mi hermano reclama mi ayuda en la
tarea de limpieza, o más bien, en la tarea de búsqueda. Un aburrido día de
enclaustramiento y opta por empezar a removerlo todo. La mesilla de la
habitación, hasta ahora siempre inamovible, queda desplazada y descubre una
macabra escena. Buscábamos un pincho lleno de películas que nos había dejado un
amigo. No sé si aquel era el sitio y el momento para hacerlo, pero empezamos a
desbaratar la habitación.
-¡Ayúdame a buscarlo! ¡Ayúdame a
buscarlo!-
Unos meses más de sordidez
acumulada y detrás de la mesilla aparece el giroscopio que la profesora de
física nos había dejado para que curioseáramos jugando en casa. Después de
retirar la mesilla aparece un festival de polvo y hollín semipetrificado
aglomerado junto con monedas de dos, cinco y diez céntimos. Asombrosamente
redescubrimos un montón de “tesoros” insignificantes que habían caído por la
pequeña rendija del olvido, entre la mesilla y la pared. Una chapa de cerveza
italiana. Un palillo de los que te metes en las orejas. Los céntimos de uno que
antes no he mencionado y siempre están presentes. Una pulsera rota con
piedrecitas blancas semejantes a granos de arroz. Un collar deshilachado con
una pequeña figurita de arcilla pintada. Partituras horrendas, plásticos y
paquetes de pañuelos. Todos los libros acaban encima de la cama y también esa
curiosa lámpara que hace ver que tiene muchos años y nunca ha funcionado.
Un poco de compasión que cae de
mis ojos. Y empiezo a recoger algunos artilugios y objetos de esos
insignificantes y ya olvidados. Selecciono y mi hermano me espeta: “¿Quieres
guardar todo eso en el baúl de las cosas absurdas? “ Luego me lanza la escoba.
II. Trascendencia.
-Andrés Hurtado acaba
suicidándose, ¿no?-
-Sí-
-Se veía venir…-
Y ahora voy paseando por la calle
invadido por un pesimismo trascendental. Me han clavado una espada muy hondo.
Esquivo la gente sin aparente entusiasmo, ofuscado en mis propios pensamientos.
Me detengo en medio de todo y empiezo a girar y a girar. Una gran sonrisa se
ilumina en mi cara. Me invaden unas inexplicables ganas de reír.
Pero solo son almas.
Almas con su percepción propia de
la realidad.
Almas que existen para ellas.
La calle de las almas.
La calle de los gritos.
La calle de las bicicletas.
La calle de los niños.
La calle de las almas.
La calle de una sombra.
Río y río y río y río. Andrés
dice que la única solución es la contemplación indiferente.
- ¿Y tú qué piensas que es la
realidad?-
- Yo creo en el determinismo
científico.-
-El otro día iba montado en
bicicleta. En mi bicicleta con cestita, con cestita desatornillada y ruidosa y
dando botes por el camino de tierra. Pensé en las estrellas, ¿sabes? Pensé en
que, tal vez, una especie extraterrestre podría no llegar a las mismas
conclusiones acerca de la existencia que nosotros, puesto que su percepción del
mundo estaría influida por su misma existencia, por el filtro de su propia
mente, al igual que nuestra percepción del cosmos. ¿En qué se parecerían ambas?
La ciencia humana no se parecería en nada a una… supuesta ciencia alienígena,
¿entiendes? Sus matemáticas están creadas a su medida, al igual que las
nuestras, que se adaptan a nuestro conocimiento. Pero sería como si ambos
estuviéramos rascando del mismo montón y, por lo tanto, extrayendo pedazos de
lo mismo pero desde distintos puntos de vista, ¿no?-
Largo y tendido discutimos sobre
los límites del cosmos. Nos entretenemos conspirando. Pero no son más que
palabras. Somos unos charlatanes. Intentamos demostrar vagamente la
inexistencia de Dios y quedamos totalmente convencidos y entusiasmados con
nuestros resultados. Abrimos mucho los ojos y escupimos pequeñas gotas de
saliva mientras hablamos efusivamente de todo y de nada, de la trascendencia de
las cosas trascendentes y de la trascendencia de las cosas banales.
III. Soledad.
Ahora es más de medianoche.
Siempre encuentro mi refugio a estas horas delante del teclado. Últimamente me
siento un fantasma que vaga en una calle llena de gente rara. Todos hemos
cambiado. Tengo miedo. Estoy ansioso. Todo es raro. Me ha caído una pequeña
lágrima y he apoyado la cabeza en la mesa del ordenador. La habitación está
oscura. Solo se oyen las teclas. Ella es una de las pocas almas cómplices que
siento cercana… y está lejos. Pero siempre es cálida.
Podría pasear descalzo por el
suelo frío. Podría esperar y ver cómo me recorre esa sensación fría todo el
cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, erizándome todos los pequeños pelillos
de la barba. Podría bajar a azotar el piano con acordes imposibles o, simplemente,
hacer sonar una tecla levemente y esperar a que se fundiera con la calma…
La calma que todo lo engulle…
La calma imperecedera…
La calma que me tiene…