El otro día no supe qué decir. Solamente me puse a escuchar el silencio. Escuché el aire retenido y palpitante que sugería que una ínfima vibración estaba por aproximarse, sí, lo notaba. Los pelos del brazo se me erizaron y yo estaba apoyado en la barandilla de aquel octavo piso, mirando a la calle vacía, a la noche urbana y a las luciérnagas inmóviles de hormigón que centelleaban en la otra acera. Entonces, la premonición de antes. Llegué a atisbar el resplandor y en el momento justo, como si mi brazo fuera un mecanismo automático, sin pensarlo si quiera, un gesto rotundo y repentido, acelerado, vino a pronunciarse, naciendo desde el mismísimo hombro y extendiéndose por toda la extremidad, resultando en un amplio giro orbital que cazó al viento. Sí, lo agarré con la mano y todo aquello que iba a decir, el silencio, sí, el silencio. Porque a veces el silencio habla y yo le robé las palabras. Y ambos, como si le hubiera puesto la mano sobre sus labios, quedamos sumidos en la calma espectral, sin tener ya nada que hablar; solo contemplar las luciérnagas centelleantes de la avenida.
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