Ahogado en su mente se encontraba
prisionero de su pluma y el papel en blanco. El murmullo constante e
inalterable de las personas le mantenía preso. No podía pensar, no podía
escribir. Necesitaba encontrar el lugar donde ubicar sus versos. Necesitaba encontrar
el sitio donde su sensibilidad tomara forma y fuera conducida por la fuerza
subjetiva de la nada, se liberara, y llegara a recrearse en bellísimas palabras
que jamás nadie hubiese escrito. Debía abandonar aquel lugar atestado de la
ignorancia de las mentes insensibles y cerradas, conformistas y poco moldeadas
por el toque de la genialidad. Cuando escribía nadie le comprendía, nadie
valoraba sus obras. Se sentía solo.
Ahogada en su mente se encontraba prisionera de su pincel y el lienzo en blanco. Las formas definidas la abrumaban, las formas poco definidas le invadían la mente y le hacían caer en una espiral de nihilismo e incomprensión. Estaba abatida, inmovilizada, no podía dar rienda suelta a su mente creativa. Buscaba huir, encontrar el lugar que le inspirase tranquilidad y bienestar. Buscaba aislarse de lo conocido, de las pautas, de los estilos. Nadie comprendía sus pinturas. Se sentía sola.
Ambos huyeron, exiliados apéndices de la sociedad, sin un rumbo, sin una dirección fija, pero con un destino ya acordado por la aleatoriedad de la vida. Las almas gemelas se encontraron, sentadas en un barranco, mirando al horizonte, pluma en mano, pincel en mano, en el lugar que inspiraba sus sueños. Sus miradas se cruzaron e impasibles y compasivas calmaron sus almas errantes. Buscaron el horizonte de tierra de nadie y juntos desahogaron lágrimas y comprendieron su propia soledad al instante. No hubo ninguna palabra; no hacían falta palabras. Sus palabras y sus trazos decían lo mismo. Pero siguieron su paseo errante por la vida, separados, porque eran criaturas solitarias.
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