sábado, 8 de febrero de 2014

Canción de invierno.

5 de febrero y paseábamos por el centro de Barcelona. Sin rumbo, “ramblejant” por el casco antiguo (estábamos cerca de Las Ramblas, por eso digo ramblejant). Hacía frío y el invierno hizo que la noche se nos echara encima; serían las siete y media de la tarde. Paramos en el escaparate de una tienda especializada en material de dibujo. Tenía increíbles gamas de lápices de colores y acuarelas. Vimos a una mujer que cantaba dando tumbos por medio de la calle. Era un espectáculo ambulante y sorprendente. Su voz era profunda y grande, aunque perdida y desesperada. “Está mal de la cabeza” me dijeron. Me la quedé mirando, fascinado por su canto. Ella seguía cantando sin rumbo, no atendía a nada a su alrededor. Y cantaba y cantaba su melancolía. Paró, desorientada, en el cruce de una callejuela. Se volvió y me miró a los ojos. Aparté rápido la mirada, asustado, no la soporté. La mujer siguió cantando la misma canción, callejeando hasta encontrarse con una plaza. La perdí de vista pero seguía oyendo su voz, cada vez más tenue, cada vez más apagada. Se estaba alejando.


Vivía en las calles, las calles eran su mundo y la gente le resultaba ajena. Arrastraba un carrito con una mano mientras seguía su aria con caminar rápido y confuso. Me fascinaba, me fascinaba y me recordaba a Dean Moriarty. Ahora entiendo a Sal cuando, en la última página dice: “Pienso en Dean, pienso en Dean Moriarty”. Yo también pensé en Dean, pensé en Dean Moriarty y pensé en aquel alma que vagaba por las calles del mundo en busca de algo que no encontraría jamás: su destino. Cantaba y solo cantaba, y como Dean, pertenecía a ese mismo mundo de calles, al mundo subterráneo, porque solo le importaba el camino.

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