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martes, 12 de enero de 2016

La puerta del Edén.

Un tío despeinado, con el pelo rizado, alegre, sí, incluso el pelo, quizás. Me he fijado que tiene un pegote pastoso como de gomina en todo el centro del cráneo, marcando un eje rotatorio y transversal imaginario. Y es que anda dando vueltas por toda la papelería, pero no es que aligere el paso de la clientela, qué va, es su inquietud, enarbolada con su natural alegría danzante y alguna que otra sonrisilla más muletilla pretendidamente simpaticona.

- ¿Cuánto vale? -
- Uno noventa.-
- Pues déjalo. Me ha dicho mi hija que si pasaba de uno cincuenta, que no lo cogiera.-
-¡Hombreee, si es por eso, se lo dejamos a uno cincuenta! –Insertar ahora sonrisilla más muletilla simpaticona-.

Pero me cae bien el tío. Es el de la papelería de enfrente. Siempre voy a hacer fotocopias allí. En algunas pone “Escuela Técnica Superior de Arquitectura”. Entonces, el hombre me mira a los ojos y medio en broma resopla y deja escapar un “difícil, eh”. Luego me dice que su hermano había estado ahí metido, y que se los conoce a todos. En ese momento, le vuelvo a dar vueltas interiormente a mi posible plan B, por si todo sale mal: como meterme a Filosofía y esas cosas.
La otra cosa que siempre me suele suceder cuando vuelvo a la papelería de enfrente es que el ordenador del simpático este no me detecta el pincho. Como en su tienda el tiempo se detiene, como atravesamos una grieta espacio-temporal nada más cruzar el marco de la puerta, se lo toma todo con calma. Bueno, pues vamos a ver aquí, en esta ranura. Bueno, pues vamos a ver en esta otra ranura. Bueno, otra vez en la primera. Mira, chavalote, esto no va – insertar muletilla simpaticona + relatar historias de cuando su hermano estudiaba arquitectura -. Lo volvemos a intentar, si no nada.

Vuelvo con otro pincho al cabo de diez minutos. He tenido que subir a casa y volver a bajar. Atravieso de nuevo la puerta del Edén, el mágico marco tras el cual se detiene el tiempo en una papelería de barrio, entre conversaciones tan intrascendentes que resultan hasta acogedoras, mezcladas con esa bruma paciente que flota en temporada de exámenes. Tengo que ponerme de nuevo a la cola, que fluye despacio, pero el hombre detrás del mostrador está todo el rato de un lado para otro, pero no por aligerar el paso de los clientes, qué va, es que se lo toma con gusto y con calma.

jueves, 30 de julio de 2015

El hombre que susurraba a su árbol.

Mientras volvía acomodado en la música de mis cascos y atravesaba la gran recta insólita de la carretera, despejada de casas y con los campos angustiados por el calor del verano, ahí estaba él, lo vi, el hombre que susurraba a los árboles. Diréis que es un poco extraño, que no susurra, y es verdad, simplemente se arma de un palo más o menos largo, posible como bastón, y va dando golpecitos al pequeño tronco de su árbol. Estaba detrás de aquella caseta de ladrillos que hay frente a la nave abandonada. Entre la nave y la caseta había un árbol, pequeño, que suponía el único tinte verde de aquella larga recta. Aunque estaba escondido en su recoveco, protegido de los ojos y las gentes poco cuidadosas, como resguardado. No sé si es que tenía temor por él aquel hombre silencioso, quizás fuera su ángel de la guarda. El caso es que siempre lo veía con su bastón, ya no entre la caseta y la nave de ladrillo, sino en el atajo que lleva hasta mi casa. Mi hermano y yo siempre pasábamos por allí, de vuelta, a eso de las tres de la tarde, y siempre estaba el hombre con su bastón dando golpecitos a las paredes de piedra que bordean el atajo. Llevaba consigo una botella de plástico, llena de arena, y cogía piedrecitas y las colocaba en la pared de piedra, que estaba a medio caerse. Como nuestro paso por allí era algo rutinario, poco a poco fuimos contemplando como la pared que bordeaba el camino iba reconstruyéndose pacientemente. Y el hombre, con su bastón sagrado, daba golpecitos eternamente a las piedrecitas y les echaba arena de su botella. Por eso hoy me he sorprendido cuando he visto al hombre, siempre reconocible con su bastón de madera, entre la caseta y la nave de ladrillos rojos, en la recta insólita y despejada, a las tres y tantas de la tarde. Pero esta vez estaba junto al árbol, resguardado en aquel recoveco, y él le daba golpecitos con su bastón mágico. Le susurraba cosas, le guardaba de los males. Seguro que aquel hombre era la sabiduría encarnada, la sabiduría y la paciencia; el reconstructor de las miserias; o aquel bastón era el emblema de la esperanza y su magia, la sencillez de la naturaleza, el insignificante brote de la vida.

miércoles, 21 de enero de 2015

Pseudomiradas rosarrojizas y esas cosas.

Me acerqué apresuradamente a devorar el cartel de la entrada del departamento de lengua y literatura, el cartel rojo donde sale un hombre mirando con mirada (valga la redundancia) pseudoprofunda que encaja dentro de todos los cánones de la publicidad y el diseño. Encima están los rojos esos tan intensos que te llaman. “¡Eh, acércate!” “¡Eh, tú, ven y léeme!” Y claro, ante el cartel yo estaba estupefacto, casi me sentía un tanto ridículo. Coño, coño, ya he visto el cartel de color rojo, ya voy, ya voy. Así que entré en el departamento de lengua y literatura porque tenía ganas de escribir. Tenía ganas de volver a devorar el teclado. Me encanta hacerlo, de verdad. Me siento por la noche frente al documento en blanco y vertiginosamente empiezo a golpear el teclado, sin freno y sin marchas, claro, con una única que te manda hasta la estratosférica altura por donde pululan como lanzas partiendo el viento tus desquiciados y locos pensamientos.

Bien, entré y pregunté por el certamen de relatos cortos. Lo más sorprendente de aquel momento fue que los allí presentes se quedaron un poco entrecortados al ver que mostraba interés; nadie había preguntado por el cartel rojo del hombre de mirada pseudoprofunda que incitaba a acercarse y lanzarse a la aventura de escribir. Salvo yo. Claro, yo sí lo hice. Y los filólogos que por ahí moraban vieron en sus caras reproducida una pequeña sonrisa. “Vamos a ver, y dónde hemos dejado las bases del concurso… el folleto ese informativo que lo ponía todo” Ahora la sorpresa fue mía. Uno de ellos metió las manos dentro de la papelera y la estrujó y revolvió hasta que sacó el folleto informativo del certamen. Lo que pasa es que estaba partido en trocitos. “Claro, nadie se  había interesado y supuse que ya nadie lo haría así que rompí el folleto y lo tiré a la basura.”

Ahora tengo el folleto en frente; o lo que queda de él. Son dos partes rosarrojizas con el mismo hombre delante. Y yo delante de él y yo delante del ordenador. No sé qué hacer y no sé por dónde empezar. Así que hago previos calentamientos al ejercicio mental que me dispongo a hacer. Me levanto de mi asiento y salgo corriendo por el pasillo. En el pasillo hay un espejo que siempre es víctima de mis bochornosos reflejos y mis gestos más acalorados y eufóricos. Pero es que yo necesito de ellos para llegar hasta la altura estratosférica de las lanzas punzantes que orbitan mi mente que son ideas que cortan el viento. Luego salto y llego y todas ellas se clavan en mi cráneo y hacen estallar un sinfín de reacciones, precipitan de golpe sobre mi cabeza. Ha llegado el momento. Salgo corriendo desde el espejo del pasillo, rápido, rápido, cada vez más rápido y me siento en la silla del ordenador. Voy a escribir. Voy a suministrarme esa dosis de letras que me mantiene vivo. Dale, dale a las teclas. Es una melodía. Cuando toco el piano a altas horas de la madrugada y lo azoto para escuchar acordes y sonidos imposibles, huecos y llenos, de colores sabrosos y oscuros, siento lo mismo.

Y es por eso que no os entiendo. No entiendo por qué nadie se muere por escribir. No entiendo por qué nadie quiere azotar el teclado. No entiendo por qué nadie quiere formar versos. No entiendo por qué fui el único apasionado por todo aquello. Con cada letra, con cada frase, como con cada nota que desprende mi piano de abajo desafinado, con todo ello te llenas de vida. Te llenas de energía, de un impulso insaciable que pretende no parar nunca de hacer esto. Es la cuerda que desata todo cuanto… A ver, cómo lo decía aquella frase. Creo que era:

“…nutrir con la literatura ese grano de locura que todos llevamos dentro”.


miércoles, 12 de noviembre de 2014

Sobre los límites.

Igual es tan tarde que empieza a ser demasiado pronto; podría ser prontísimo para empezar a confundirse con demasiado tarde. Pero no pasa nada, estoy a mis anchas, estoy donde quiero estar porque se ven las estrellas si abro la ventana. Me he visto saliendo del cine. He salido al exterior. Hacía bastante tiempo que no trascendía hacia ese mundo expansivo y sin límites, hacía tiempo que no me sumergía en ese mundo. Lo echaba de menos. Y es que mi fibra sensible, quizás, sea la ciencia ficción. Hemos seguido paseando después de casi tres horas de película y yo le seguía dando vueltas al mismo momento. El dilema trascendental. La elección que inevitablemente va a guiar el futuro de toda la especie. Es uno de esos momentos en los que tocamos los límites de lo real y nuestra condición de imperfectos humanos nos delata. Miro hacia arriba y me transporto. Ya estoy a bordo.

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Moondog. Cosmic Meditation. 20 min. aproximadamente de inquietante tranquilidad sonora espacial.

Se encienden los motores y se inicia el despegue. La misión está clara: explorar la infinitud del vacío, más allá de nuestro planeta, en busca de un lugar donde volver a plantar las semillas de nuestra civilización. Nuestro planeta agoniza, se muere, respira aire intoxicado, polvo de podredumbre que lo entierra todo como aquellas hojas amarillas del otoño. Tiempo. Tiempo. Más tiempo. Pero este escasea, y a veces pasa lento, o demasiado deprisa, no lo sé, es relativo. El tiempo que transcurre y nos acerca a nuestro objetivo a su vez aproxima a la humanidad hacia el fin. Sobre esa base jugamos. Ese es nuestro tablero de juego. De pronto, los astronautas se encuentran colgados en la inmensidad. Los cálculos pueden fallar. Nuestras matemáticas también son humanas. ¿Y si fallan? ¿A qué nos sujetamos? La racionalidad queda invadida por nuestras almas. Cada aliento es un cálculo, cada gota de sudor es una cantidad exacta de energía, cada suspiro, cada esfuerzo, cada parpadeo es un segundo de vida. Las decisiones son binarias; no se puede apelar a los sentimientos.

Primer dilema. De nosotros depende la supervivencia de la especie. Sale el capitán con expresión magnánima y empieza la asamblea de tres: el ya mencionado capitán, la doctora experta en física de la relatividad y el astrofísico afamado y apasionado venerador del cosmos. Debemos atravesar un espacio de distorsión temporal y cada minuto que pase será equivalente a unos cuantos años en la Tierra. Inevitablemente hay ambiente de tensión, terror. Todo cuanto conocemos puede que se esfume en el transcurso de unos minutos, allá en nuestro hogar, mientras nosotros apenas lo inadvertimos. Puede ser que viajemos demasiado rápido y cuando regresemos ya todo se haya ido. Estamos solos. Colgados. Nadie nos oye. Tenemos una gran carga sobre los hombros, la carga de la responsabilidad. Pero, ¿somos capaces de renunciar a todo cuanto queremos por la razón de actuar por esa causa superior, tan lejana? ¿Y si es aquello a lo que renunciamos la causa por la que luchamos? ¿Y si son todas las personas a quien amamos? El debate es intenso. Tres simples mortales acarician los límites de la inmortalidad. El valeroso capitán, de sólida moralidad, duda en si retroceder. La doctora medita, preocupada, incapaz de atisbar algún argumento moral en cualquiera de las dos soluciones. El venerador del cosmos asiente y se resigna ante la inmensidad incomprensible de la realidad y nuestra condición de granitos de arena esparcidos entre las estrellas aunque, finalmente, cree que debemos seguir adelante.

Segundo dilema. La decisión está tomada. Pero el acuerdo no era general. La duda. No somos ordenadores que tomemos decisiones binarias, apreciamos los matices, nos venimos abajo, surge el remordimiento, da paso a la desconfianza. El astrofísico venerador de las estrellas duda de la debilidad emocional de los otros dos. El capitán duda del excesivo idealismo del loco científico. La doctora piensa que la heroicidad vanidosa del capitán puede hacerle tomar decisiones imprudentes. Se observan unos a otros en el silencio, entre el sonido armónico de los controles de la nave. Los ojos están inyectados en sangre. No hablan. La convivencia se hace difícil. El límite de la cordura no existe. Joder, ¿existe algún límite allá arriba? ¿Importan los valores humanos si la posibilidad de regresar poco a poco se desvanece, junto con la esperanza? ¿Dónde acabaremos si no es perdidos en el espacio? ¿Dónde acabaremos si no es engullidos por la negrura infinita? Pero hay que recordar los objetivos. Hay que recordar la misión. Hay que recordar la causa.

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El camino de vuelta a casa. Estamos metidos en los personajes. También nos sentimos encogidos de esa sensación de exceso de vacío, de soledad natural. ¡¿Y si fuésemos uno de nosotros?! Eso me abruma. Me excita. Pensar en que la humanidad puede pender de un minúsculo hilo sujeto, incluso, al más mínimo suspiro de alguno de ellos.

-Imagínate la situación, tío, imagínatela. ¿Qué hay más romántico que un astronauta perdido ahí, arriba… en el espacio? Buah, ni Canción del Pirata ni nada: ¡La Canción del Astronauta!-

- Yo es que pienso en un tío en silla de ruedas, invitándome a echarme un cigarrillo mientras va diciendo aquello de: puede que estéis viendo esto, eso quiere decir que el Plan sigue su curso, puede que no haya nadie delante de este holograma…-

Pink Floyd. Interstellar Overdrive. 9 40 min. Colgados de los hilos colgantes, punzando las estrellas.

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Tercer dilema. El viaje de vuelta. La misión se ha terminado, pero no todo ha ido según lo planeado. Ha habido sacrificios. Nunca nada va según lo planeado. Ha habido sacrificios. El capitán ha demostrado su valía en un acto heroico. La física relativista ha conseguido los resultados. El astrofísico no está. El astrofísico se ha aferrado a la ciencia maníacamente, ha perdido su mente que se ha fundido con el espacio. Y ambos vuelven a poner los pies sobre la Tierra. Pero ya nada es igual. Todo el mundo está preparándose para empezar de nuevo, para partir hacia otra estrella, y ellos son los que los han mandado al exilio. Exiliados del hogar. Aún quedan unos pocos años, pero todo seguirá su curso. Habremos acabado por devorar este planeta y huiremos de él buscando otro nuevo horizonte. Del capitán se pierde la pista, no vuelve jamás a aparecer, pero nadie olvidará que fue él quien empezó todo esto. Aparecerá en los nuevos mitos de la nueva era. La física ha quedado sumida en un letargo mental profundo. Ahora vaga entre el polvo y los demás restos que siguen, a su vez, pulverizándose. Pero nadie olvidará que fue ella quien empezó todo esto. ¿Deberían haberse quedado colgados?

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-Tío, no sé. Cuánta epicidad. Yo también me siento vacía-  Y se ríe.

-Oh, dios. Deberíamos ir a tomar algo y hablar de todo esto. Es más, en cuanto llegue a casa me pondré a escribir. No sé, me he quedado flotando.-

Luego nos fuimos, cada uno a su casa. Y me metí en la cama queriendo ser astronauta.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Azul edulcorado.

Oh, mierda, otra vez. Un agujero aparece en la entrepierna de mis pantalones vaqueros. Cuatro o cinco luminosas soluciones pasan por mi cabeza. Aunque creo que al final me quedo con la de poner un parche improvisado. Luego empieza a levantarse mientras voy andando y acaba correteando por mis piernas, como las monedas que llegan hasta la planta del pie cuando tienes los bolsillos agujereados. Finalmente: tendré que reemplazarlos.

Atravieso el portal acristalado y de pronto me hallo sumergido en un estereoscópico festival de música discotequera, entre trapos y prendas edulcoradas (no sé, ahora todo está edulcorado), mangas de camisas desteñidas y poperos colores amarillos. Están ahí, las capitalizadas expresiones faciales de ídolos del cine en forma de camisetas, apiladas unas encima de otras sin consenso alguno. “¡Oh, dios, ese es un Stormtrooper!” Salto al hiperespacio de arco iris. Quiero comprar y consumir. Siento el impulso de levantar el brazo, puño en alto, y moverlo al compás de la música BUM BUM BUM… Pero, bien. Venimos a por pantalones. Simples. Sacudo la cabeza y despierto. Rápidamente, mientras mi expresión de asco va progresivamente en aumento, doy una pequeña vuelta por la tienda. No hay pantalones válidos y, si los hay, los dejo por el camino. Vengo de otro planeta. Los entes que por ahí moran son esclavos de los trapos, los trapos de colorines edulcorados. El nerviosismo va en aumento y decido salir corriendo. Salgo un tanto encogido. Reflexiono. Inevitablemente, la moda acaba resultando una expresión puramente personal. Pero esa expresión casi involuntaria, a veces, termina en una desvalorizada obsesión por aparentar. Me abruma. Tanta superficialidad me insta a querer salir de ahí.

Azul casi transparente. Mi debilidad es la cultura capitalizada. Libros, libros. Puestos a gastar dinero, gastémoslo en libros. Es una especie de fetichismo. Azul casi transparente. Solo el título del libro me llama la atención. Azul casi transparente como el de algunos pantalones desgastados a propósito que podía haber encontrado después de atravesar aquel portal de cristal. Mi futuro pantalón queda transmutado en “Azul casi transparente”, del Murakami oscuro. El otro.

Es como un puñetazo de crudeza y personalidad. La vida a través de los ojos de unos jóvenes heroinómanos pero con un aire intimista, puro, una especie de haiku suicida. Luego el protagonista sale al balcón únicamente a contemplar el horizonte mientras llueve de forma reconfortante. Solo él lo entiende. 

lunes, 28 de julio de 2014

El Tambor Remendado.

“En otro espacio completamente diferente, la madrugada envolvía Ankh-Morpork, la más antigua, grande y sucia de las ciudades. Una lluvia fina caía del cielo plomizo y perforaba las nieblas del río que serpenteaban entre las calles. Las ratas de diferentes especies se dedicaban a sus ocupaciones nocturnas: cobijados en la capa oscura de la noche, los asesinos asesinaban, los asaltantes asaltaban y las busconas buscaban. Etcétera, etcétera.”

Era otro espacio completamente distinto: las bebidas de diferentes especies se esparcían por el suelo de la plaza. Los botellines de las cervezas de todas las marcas seguían una sucesión aparentemente lógica, tiradas por el suelo. Dos de una aquí, tres de otra allí. Un murmullo de entreacto había sucedido al descanso de las tres de la orquesta y la plaza se había medio vaciado momentáneamente. La verbena descansaba y se tomaba un respiro.

“El interior del Tambor Remendado era ahora legendario y había pasado a la historia como la famosa taberna de peor reputación de todo el Mundodisco. Los clientes eran los habituales héroes, asesinos, mercenarios, criminales y villanos, y sólo un análisis microscópico habría podido diferenciar a unos de otros. Espirales de humo reptaban hacia el techo, quizá para no tocar las paredes.”

Una cochera abierta, dos camareros apoyados en la barra y un par de clientes en stand by. Entramos tres de nosotros, decididos, a por unos chupitos. El camarero nos ve venir. Su rostro fruncido está acentuado por sus arrugas surgidas de la antipatía. Tiene un pendiente en una oreja y una mirada arrogante. Cuatro pelos mal afeitados sobresaliendo en su cara puntiaguda. Enseguida se pone a la defensiva e intuye que somos unos jóvenes tocapelotas que vienen a reírse de él. No puede permitirlo, así que jugaremos a “ver quien es más listo”.

Pide Sam. “¿Cuánto valen unos chupitos?” El tío no se va a dejar engañar. Esa pregunta puede resultar absurda y seguro que tiene un trasfondo malévolo y burlón. Está claro que el precio varía dependiendo del contenido y estos chavales van de listillos y solo quieren vacilarle. El camarero escupe una respuesta a la altura. “Depende de lo que os ponga. Si queréis os pongo tres chupitos de agua, eso es lo más barato. ¿Whisky? Si queréis… como si os pongo lejía”. Nosotros le seguimos la broma. Nos reímos. Igual era que tenía complejo de idiota, pero el caso es que se sintió ofendido de que siguiéramos con el juego que había empezado él. “Ya sé, vosotros venís aquí a reíros de mi. No soy idiota, ¿sabes? Aquí no me ando con tonterías…” En verdad no sé si diría eso, solo veía como discutía con mi amigo y escuchaba algunas palabras sueltas. Yo me limitaba a reír y a mirar a mi otro colega por encima del hombro de Sam, que estaba en medio, entre nosotros dos, haciendo papel de diplomático. Le pidió el carné y Sam, extrañado, se lo extendió soltando “¡Pero si tengo veinte años!”


Lo siguiente fue lo más divertido. Al ver como me reía y le dirigía una mirada cómplice al otro de mis colegas, el audaz creyó habernos pillado en plena conspiración. “Y este de aquí que se ríe… - se refería a mí-  Os saco la vara de madera que tengo aquí detrás y os doy a los tres, así”. E hizo un gesto un tanto ridículo simulando ser poseedor de su vara de madera. Acabó por echarnos, apuntando con el dedo hacia fuera de la cochera. Un tanto indignados nos fuimos de aquel pequeño antro, atravesando la plaza, entre el  silencio del descanso de la verbena.

martes, 20 de mayo de 2014

El último que apaga las luces.

Siempre que llevo una camiseta guay el profesor de Filosofía, al que llamaremos Jimmy Jazz en este mi blog, detiene sus metafísicas explicaciones y me clava la mirada en el pecho. En el silencio absoluto me señala. –Es Frankenstein, bien, me gusta- sus ojos azules y nerviosos indican una miscelánea de parodia, extrema atención y un “lo digo totalmente en serio”. Después es cuando se acerca a la ventana, sube las persianas y recita haikus improvisados mientras otea el horizonte con mirada perdida, describiendo el paisaje  melancólicamente. La clase le mira fascinada.

Luego están los químicos que confunden mi camiseta de la tabla periódica de Minecraft con la tabla periódica de los elementos. Como sé que siempre sucede me la pongo en los exámenes de química para ver cuál es su reacción. -Oh, qué bonita, es la tabla periódica- dicen. -Es de un videojuego, no es la tabla periódica- digo. Acto seguido, me miran extrañados y un tanto desilusionados. –Ah, bien-

Pero siempre están esos momentos en que los profesores sueltan alguna frase meritoria de ser considerada cita célebre. Así pues, mientras resolvíamos fatigados un problema de dinámica la profesora de Física nos soltó: - A mi, cuando me estaba sacando el carné de conducir, siempre me decían que “aunque pongas la virgen en el coche, esta se baja a partir de los 100”- Todos reímos, salvo la semana pasada (como diría Rajoy), en la cuál apareció por la puerta con las notas de los exámenes de Física. “Esta vez ha sido la peor”. “Nunca me había pasado algo así” y esas cosas que dicen siempre los profesores cuando salen los exámenes mal. No sé, pero siempre dan a entender que el curso del año anterior lo hacía mucho mejor que nosotros. Y la verdad es que no me salen las cuentas, porque si siempre somos los peores y esto se repite sucesivamente, a los últimos les toca sufrir la insoportable carga del destino: bajo cero. Aunque estos podrían ser rescatados por el eterno retorno nietzscheano.

Recuerdo entonces. El profesor de filosofía se sentó encima del respaldo de la silla y se inclinó hacia nosotros. Las persianas estaban entreabiertas y los rayos de luz afilados se colaban por ellas y flotaban iluminadas las motas de polvo. -La realidad imita al arte – nos dijo antes de bajar las persianas. – Las nubes son como de un cuadro impresionista y nosotros tenemos que bajar las persianas-.Vampiros de nosotros, nos sumimos en la oscuridad y Jimmy Jazz empezó a recitar los “versos” de Nietzsche, sus “sentencias y flechas” propias de un atormentado que escupía tantas verdades que se convertían en locura. Y nada tenía sentido y Nietzsche se volvió loco al descubrir la ignorancia del hombre y estrellarse de bruces con ella y todo seguía sin tener sentido. Pero el vicioso círculo de la vida, el eterno retorno, la insaciable repetición, la aleatoriedad del choque de los átomos en sus infinitas sucesiones infinitamente repetibles volverá a matarnos como lo hizo con Nietzsche. Se volvió en su contra, tal vez, porque descubrió la poesía de la vida.

Para más banalidades cuando trajeron una tortuga a clase para la asignatura de Biología. Medía treinta centímetros y decidieron esconderla en un cajón (pobre animal). Cuando llegó la profesora de CMC le pidieron que lo abriera y dio un brinco al ver al anfibio allí encerrado. La profesora de Inglés decidió que no le importaba que la tortuga estuviera campando a sus anchas por la clase con tal de no tenerla encerrada; así que tuvimos una tortuga paseando por entre los pies mientras nos explicaban las condicionales del Inglés.

La clase silenciosa escucha el monólogo del filósofo con atención. Sus ojos moviéndose cual centellas y sacudiéndose el pelo una y otra vez. Ahora es cuando suena el timbre de las tres menos diez. “Bueno, chicos, salimos de clase” y todos se levantan apresuradamente para irse a sus casas. Están los que recogen rápido porque tienen prisa, los que recogen rápido por virtud y los que aunque tengan prisa no la tienen. De esos soy yo. Bajo las escaleras el último, con mi mochila a cuestas sobre un hombro, la chaqueta colgada de un asa y con la paciencia de quien ha comprobado que todas las luces están apagadas.

viernes, 4 de abril de 2014

Freaktion.

“-Ey, hola, ¿nos conocemos?-
-No, soy Billie-
-¿Billie?-
- Billie Blues. ¿Te gusta esta música? –
- Sí, está bien para bailar –
- No me caes bien. – “

Me he puesto los mismos pantalones que el sábado pasado. Los mismos pantalones manchados de café. Me tiré el café por encima, quemaba. Había cenado en el local de la peña después de un agotador día con la charanga, tocando por todos los bares, viendo pasar cervezas por encima de mi cabeza, buscando aliento de algún sitio para seguir soplándole al instrumento y a la hora de la cena me tiré el café por encima. Me hizo gracia. Tenía a dos amigos a mi lado: Billie Blues y Sal Swing (Les he puesto pseudónimos. Mi pseudónimo es Tommy Rock). Decidimos ir a nuestro local y estar más tranquilos, escuchando la música que nos gustaba. El lado más freak de nuestras entrañas salió a la luz, se reveló, decidimos que íbamos a poner música de “8 bits” (sí, aquella de videojuegos clásicos como Zelda, Final Fantasy 7 o Castlevania) y la banda sonora épica de Skyrim. La idea nos entusiasmaba. Empezábamos a corear las canciones mientras nos mirábamos efervescentes: teníamos ganas de refugiarnos al cobijo de nuestros himnos alternativos.

Sonidos de tambores. BUM, BUM, BUM. Tambores de guerra. BUM, BUM, BUM. Voces guturales anticipándose a la epicidad próxima. ¡UH!, ¡HIA!, ¡HA! Algo mágico y ancestral renace. Suena una trompa. Asciende y un conjunto de voces masculinas entonan una atmósfera de niebla y estalla el grito de “¡Dovahkiin!”, cazador de dragones.

Mientras nos dirigíamos a ese ambiente épico-fantástico idealizado para aislarnos del mundo real, nos encontramos con uno de nuestros profesores volviendo hacia casa. Eran las doce. Charlamos unos minutos. Nos dijo que venía de tomar unas copas del Palace Club y que había ambiente. No sé qué pasó entonces pero algo nos iluminó por dentro, cambiamos enseguida los planes y decidimos ir a ver qué se cocía entre el bullicio de la gente. Pero Billie se empeñó en ir al local. Pasamos por allí primero, algo más alocados y excitados, para suministrarnos nuestra dosis de música. Pero yo tenía prisa por unirme al festejo del que había hablado el profesor.

Nos mirábamos concentrados. Pip, Pip, Pip, Pip. La canción, enérgica y sintéticamente alegre (lo que aterroriza un poco y la envuelve en misterio y la hace adictiva) nos sugería movimientos robotizados. TI, TIRITITI, TI, PA, PI, PA, PI. Ahora es cuando se suelen poner los brazos pegados al cuerpo, flexionados, y uno se mueve como un muñeco con muelle mientras los menea. PI, PO, PI, PARIROPIPOPI, PO... En ese momento me fui al baño y grité que pusieran la canción de Ghostbusters. Dosis suministrada.

If there’s something strange
in your neighbourhood
Who you gonna call?
¡GHOSTBUSTERS!

(La semana pasada habíamos estado encerrados toda una tarde con el montaje de un cortometraje casero. Entre ediciones de vídeo, cinco pantallas y dos portátiles surgió la idea de irse de fiesta con música de 8bits.)

 Llegamos al Palace. Pedimos unas cervezas. Nos instalamos en la pista. Aquello no sonaba bien. La música no sonaba bien. El atrofio del oído, generalizado y masificado en la sociedad, lleva a iluminados y autoproclamados artistas a crear pseudo-géneros musicales y alcanzar los puestos más altos de las listas. Luego eso suena en las discotecas. Música decadente, música superficial. Me acerqué a Billie y Sal, les reuní, les propuse que fuésemos a pedir una canción. “Podríamos pedir Song 2 de Blur”. Nos miramos muy emocionados y fuimos a por el plan. En un primer momento fuimos Billie y yo. Estuvimos diez minutos en la barra intentando captar la atención del camarero. Billie lo intentó de nuevo con Sal y lo consiguieron. El camarero, que ponía la música desde su ordenador, les miró aprobando y elogiando su decisión. Billie me dijo que los había mirado como diciendo “¡Oh, sí!”.

Sonó la introducción de la canción, miré a Billie y lo abracé. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Saltamos en medio de la pista. Creo que sólo saltábamos nosotros. ¡WOOOOOO HOOOOOO! Movíamos la cabeza arriba y abajo. ¡WOOOOOO HOOOOOO! No pensábamos en nada más que en llegar al siguiente grito de ¡WOOOOOO HOOOOOO! Pisé a alguien por detrás pero me dio absolutamente igual ¡WOOOOOO HOOOOOO!


Treintañeros bebidos hacían gala de su simplicidad. Camareros servían bebidas entre el jaleo nocturno. La música seguía su curso y cesó la voz de Damon Albarn. Creo que más tarde sonó Loquillo pero no me la sabía. Billie fue a pedir otra canción. El camarero tenía problemas. Miró a Billie desesperado: “¡Arréglame esto que no funciona!” Billie no lo dudó, se había convertido en el héroe de la noche. Saltó detrás de la barra y con sutiles movimientos colocó los cables que faltaban en sus sitios indicados.

sábado, 8 de febrero de 2014

Canción de invierno.

5 de febrero y paseábamos por el centro de Barcelona. Sin rumbo, “ramblejant” por el casco antiguo (estábamos cerca de Las Ramblas, por eso digo ramblejant). Hacía frío y el invierno hizo que la noche se nos echara encima; serían las siete y media de la tarde. Paramos en el escaparate de una tienda especializada en material de dibujo. Tenía increíbles gamas de lápices de colores y acuarelas. Vimos a una mujer que cantaba dando tumbos por medio de la calle. Era un espectáculo ambulante y sorprendente. Su voz era profunda y grande, aunque perdida y desesperada. “Está mal de la cabeza” me dijeron. Me la quedé mirando, fascinado por su canto. Ella seguía cantando sin rumbo, no atendía a nada a su alrededor. Y cantaba y cantaba su melancolía. Paró, desorientada, en el cruce de una callejuela. Se volvió y me miró a los ojos. Aparté rápido la mirada, asustado, no la soporté. La mujer siguió cantando la misma canción, callejeando hasta encontrarse con una plaza. La perdí de vista pero seguía oyendo su voz, cada vez más tenue, cada vez más apagada. Se estaba alejando.


Vivía en las calles, las calles eran su mundo y la gente le resultaba ajena. Arrastraba un carrito con una mano mientras seguía su aria con caminar rápido y confuso. Me fascinaba, me fascinaba y me recordaba a Dean Moriarty. Ahora entiendo a Sal cuando, en la última página dice: “Pienso en Dean, pienso en Dean Moriarty”. Yo también pensé en Dean, pensé en Dean Moriarty y pensé en aquel alma que vagaba por las calles del mundo en busca de algo que no encontraría jamás: su destino. Cantaba y solo cantaba, y como Dean, pertenecía a ese mismo mundo de calles, al mundo subterráneo, porque solo le importaba el camino.

martes, 14 de enero de 2014

Revolución de sabores.

Se nos ocurrió la magnífica idea de ir a comer a un buffet libre, un Wok chino de 6,70€. No sé si ellos consideran que te cobran la entrada como si fueras al cine o si te cobran en plan menú extendido a un número indefinido de platos. Así que, resumiendo, te cobran 6,70€ por comer. Lo calificamos de ganga. Comer lo que quieras hasta saciarte lo que quieras a precio de un triste McMenú. El tío Donald era la alternativa. Pero esta vez los americanos perdieron. Y ahora mismo me ha venido una idea a la mente mientras escribo: ¿podríamos sustituir al “Tío Sam”, que está pasado de moda, por el “Tío Donald”, o por “El King” de Burger King que tiene más gancho? Lo siento McDonald’s, aunque soy más de tu comida. En fin, la globalización ha hecho que llegue un Wok justo en el lugar en que estábamos. También ha hecho que llegue un Kebab justo al lado, pero era más caro.

La comida estaba toda incluida. Esto es peligroso. Cuando te levantas a llenar el plato comes por los ojos y acabas creando montañas de lechuga y tomate mezcladas con ensaladilla rusa, barritas de cangrejo, pasta de colorines y rollitos de primavera. El momento culminante, el punto crítico, llega a la hora de escoger la salsa. Tienes que tener la mente despejada y las ideas bien claras. Escoges la salsa del color más divertido y la rocías muy generosamente sobre tu montaña de alimentos. Puede ser que te salga bien la jugada o que destruyas tu paladar con una confusión de sabores indescifrables.

Me acuerdo que mi amigo, mi hermano y yo planteamos la posibilidad de vivir eternamente en el lugar. Vuelvo al debate del principio. Es decir, ¿qué pasa si entras en el restaurante y no sales? ¿Hay límite de tiempo para zampar? ¿Si pagas la entrada puedes quedarte todo el tiempo que quieras? Mientras estábamos conversando sobre estas inquietudes vino la camarera con sus finísimos modales orientales y nos preguntó qué queríamos beber. No había botellas de agua grandes de esas de dos litros así que tuvimos que conformarnos con una sola botella de medio litro para tres personas. Era gracioso. Enseguida se acabó el agua y pedimos otra botella igual. Mi hermano preguntó sagazmente: ¿pero la bebida está incluida? Y la china, disculpándose sobrecogedoramente, nos respondió que no y se fue al ver las expresiones de nuestras caras. ¡Nos decepcionó que no estuviera incluida el agua! En un buffet libre que la bebida no estuviera incluida y te la sirvieran en botellas de medio litro de cristal era un punto negativo puestos a gastar poco. Costaba 6,70€, y nos habíamos hecho la idea de que costaba 6,70€. Quiero decir que si sumabas botellas de agua no era tan maravilloso. Se me ocurrió la brillante idea de coger la botella vacía e ir al baño a llenarla con agua del grifo y ahorrarnos así más botellas de agua de medio litro. Actué con discreción porque podría romper todos los protocolos de comportamiento en un Wok. Podríamos haber pedido agua del grifo a la camarera. Pensándolo bien, hubiera sido interesante la reacción de la camarera si le hubiéramos pedido agua del grifo. Igual hubiera creído que era una muestra de nuestra indignación y no le hubiera sentado bien. Aunque no sé por qué te van a mirar mal por pedir agua del grifo. El caso es que quise aventurarme en aquella hazaña. Volví con la botella llena y pudimos beber agua del grifo y nos supo mejor. 


domingo, 5 de enero de 2014

Agujeros en los zapatos los días que llueve.

Por genética o por naturaleza, o por mezcla de las dos, o por causa del movimiento aleatorio de los átomos que todo lo forma, soy un despistado y un poco despreocupado. A veces me pasan cosas divertidas. Me choco contra farolas o contra coches aparcados mientras voy andando y hablando con un paraguas en la mano. Bueno, no, este último no era yo. También tengo unas zapatillas que tienen un agujero en la suela y cuando me las pongo llueve.

Ya habían sonado las campanadas y me había rendido en la tercera uva. Estaba preparándome para salir en nochevieja. En menos de media hora tenía que ducharme, arreglarme un poco la barba para que no me compararan con Jumanji (Sí, es la coña de mis amigos. Pero no penséis que llego a tal extremo... de momento), y vestirme adecuadamente  como marca la tradición. La realidad es que se empieza la noche aparentemente con la dignidad bien alta y la camisa por dentro y se acaba con la camisa por fuera y la corbata mal puesta. Es como la transformación de la noche.  Igual que le pasó a mis zapatos. Así que mis zapatos se convirtieron como en una metáfora de la noche, de mi noche.

Mi hermano tenía prisa por llegar a tiempo al sitio al que todo el mundo llega tarde. Tenía que vestirme rápido, y ponerme unos zapatos. Caí en la cuenta de que, por causas de la entropía, mis únicos zapatos estaban en casa de un amigo. Tuve que rebuscar por unos cuantos armarios y ponerme los primeros que me parecieron, a primera vista, razonables. Nos unimos a todos los amigos y empezamos la fiesta. Todos bromearon porque llevaba americana blanca y la iba a manchar, pero si me la quitaba parecía un cura. Además, como hacía frío decidí ponerme una camiseta blanca interior y si me desabrochaba el primer botón de la camisa se convertía improvisadamente en el alzacuellos. No quería parecer un cura. Pensé que podría ponerme una corbata de color rojo y parecer Billie Joe Armstrong, cantante de Green Day. La verdad es que ir bien vestido me pone nervioso. Hay que estar pendiente de no mancharse y luego los botones y las camisas y los zapatos, todo eso es muy complicado. Pero somos unos superficiales que vivimos cómodamente; y esa superficialidad se convierte en una de nuestras preocupaciones.

El problema fueron los zapatos. Tardé una hora en darme cuenta de que mis zapatos tenían el tacón destrozado y colgando. Decidí arrancarlo y para ir equilibrado hice lo mismo en el otro tacón. La puntera quedaba ligeramente por encima. Encajé eso con humor y pensé que sería un detalle divertido. Estuve danzando toda la noche y caminé de un local a otro por el suelo mojado y lleno de charcos. Como había arrancado los tacones de mis zapatos, había quedado descubierta una especie de gomaespuma dura y negra que se iba descomponiendo poco a poco a causa del agua. Había llovido y el suelo estaba mojado y lleno de charcos. Pero bailé y bailé. Los zapatos seguían el ritmo de la noche. Iban desintegrándose poco a poco. Recuerdo que estuve dando vueltas simulando un vals en medio de una plaza. Fue cuando empecé a mojarme los pies. Y llegó la hora de irse y miré al suelo. Mis zapatos no tenían suela. Bueno, más bien era un enorme agujero que hacía que me mojase los talones. Fue muy divertido y me reí mucho. Tuve que ir andando a casa evitando charcos. Iba alternando el ir de puntillas con el andar de pato. El material de la suela del zapato era esponjoso y no ayudaba nada, más bien absorbía agua. Ya había amanecido y caminaba hacia mi casa. Pensé que los zapatos se parecían a mí: Empezaban decentemente y acababan destrozados. Aunque a los zapatos no les duele la cabeza al día siguiente.